En 1987 yo tenía 11 años de edad y mucha curiosidad por lo que pasaba en los medios de comunicación. Hijo de una familia poco aficionada a la música, el despunte del vicio fue una pendiente enjabonada y cuesta arriba para mí, aunque no me desalenté ni mucho menos. En casa sólo había un tocadiscos Ranser con tres décadas de vida y una pila de discos viejos entre los que había muy poco material rescatable para un pequeño sujeto que se adentraba en la tormentosa adolescencia con mucho hambre de música. Había que encontrar alternativas.
Comencé visitando a los amigos del barrio pero raramente tenían buenos discos o cassettes. Para colmo no faltaban oportunidades en las que uno se topaba con la niñez tardía de alguno y se terminaba comiendo una tarde entera de musicuentos u otras atrocidades.
Entonces me hice habitué de Kiku, la única disquería del barrio, propiedad de un ex tintorero de origen japonés. Pero Kiku elegía discos con el mismo carisma con el que sacaba manchas de los pantalones y no tardé en regresar a las pobres fuentes de mi hogar.
La única vía que me quedaba disponible era la vieja radio AM que había en la cocina, una antiguedad que sintonizaba tres o cuatro estaciones, entre ellas Radio Buenos Aires.
Allí, de lunes a viernes a la siesta, un tal Daniel Dátola tenía un programa llamado La Catedral del Ritmo en el que se podía escuchar una notable cantidad de despropósitos y cada tanto alguna tonadita de moda. Como esta que comparto hoy, en este caluroso lunes de derrota con alta probabilidad de chaparrones.
Relajaos y gozad.
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