miércoles, 18 de enero de 2012

Al Gran Pez en su día

Todos los días 16 horas afuera con lluvia, sol y frío durante meses, años, lustros, décadas. Todos los días lo mismo. Un cuerpo que se fue marchitando en la calle pero sin aflojar nunca. Un esfuerzo que necesitó de una constancia a prueba de bombas, de un empecinamiento áspero y convencido y que acumuló una deuda que tal vez no te alcance el resto de tu vida para saldar. 
Mientras vos dejabas los días de tu existencia luchando con el tránsito, las muchedumbres y la maquinaria de la vida cotidiana yo en casa leía mis apuntes con la luz que pagaba tu pobre cuero, me bañaba con el agua caliente que me aseguraba tu postergación callejera, me dormía bajo el techo firme que cambiabas por el aliento sin reclamarme nada, me reconfortaba con la comida que nos daba tu sudor enamorado. 
Pero los libros que leía no me habían ayudado a comprender nada. Durante muchos años te quise distinto, te quise ejemplar, te soñé perfecto y maldije la ilusión que te mostraba como lo contrario a todo eso. Combatí para que me miraras un poco. Me maté para que me escucharas un rato. Se me fueron los años esperando que me preguntaras cómo estaba, qué me andaba pasando. Un día dejé de luchar. Y no por creerte perdido sino por haber entendido que en mis propias limitaciones estaba la razón de nuestra distancia. 
Hoy, lejos de los reproches que no serían más que fruto de mi ceguera y de mi egoísmo, me quiero sentar con vos para mirarte a los ojos. En el fondo de mi corazón, lo único que deseo es descubrir en mí un poco de tu entrega, porque contiene un amor tan inmenso que incluso hoy, después de tanta reflexión, sigue siendo demasiado para mí.  
Todos te amamos. Yo también. 
Feliz cumpleaños, papá.




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