Ana Laura nació, dicen, en San Telmo, en 1904 y en el seno de una familia pobre que, a sus cuatro años de vida, debió afrontar la partida del padre de la casa, víctima de la tuberculosis.
La vieja, que tenía que laburar para parar la olla, la dejó al poco tiempo en una una guardería porque no podía mantenerla.
Después se mudó con un tío que desde papusita la hizo trabajar como sirvienta en una estancia "sin ofrecer ni un sólo gesto de ternura", según sus propias y melancólicas palabras.
Una vez crecidita, llegó al mundo del espectáculo, espacio donde se consagró y escribió su nombre con fuego para que nadie ose jamás olvidarla.
La fama no la alejó del sufrimiento. En pleno estrellato cayó muerta de amor por otro famoso de su tiempo; un moncho que estaba en otra y, pese a que la amaba mucho, nunca dejó a su mujer para corresponderla plenamente.
Filmó más de treinta películas, algunas de ellas cumpliendo con actuaciones soberbias, como en Los isleros; estrenó otras tantas obras teatrales; brilló en radio y televisión y grabó un enorme catálogo de canciones que son prueba de un estilo canyengue y arrabalero extraordinario.
Murió en la navidad de 2002, en un país que, ahogado por las cenizas del peor incendio de su historia, ni siquiera se enteró de que ella iba de a poco dejando la vida en la sala de una clínica.
Nunca jamás ninguna le hizo sombra.
Excepto la vida.
No habrá ninguna igual, no habrá ninguna.
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